LA ORACIÓN SOBRE EL INCENDIO
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Lino Lara Plaza de Bolívar al día siguiente del incendio de Las Galerías de Arrubla 1900 |
Cuando, al correr implacable del tiempo, uno de vosotros, - tú amigo mio que apenas pisas el dintel de la vida-, con la cabeza cubierta de nieve y la frente inclinada bajo el peso del recuerdo, diga con voz vacilante y lejana: mis ojos mortales vieron el incendio...
El fatídico recuerdo será como una leyenda de tiempos y lugares abolidos, como una oscura tragedia irreal en medio del bosque tenebroso de senderos impracticables. Se dijera que todos los personajes de aquella tragedia deberían llevar, como los sobrehumanos héroes de los mitos esquilianos el signo oscuro y grave de un fatum implacable.
Y seguimos con todo viviendo nuestra vida cotidiana y aquella inenarrable aventura, por una singular antinomia, ha sembrado en nuestro ánimo un frío inextinguible: nada nos entusiasma, poco nos conmueve. La desgracia selló en nuestros labios una sonrisa burlona y un estoicismo risueño nos tiene acorazados contra ella. Quisiéramos decir que ya nada en el mundo podrá pasarnos que valga la pena de un gesto doliente y que nuestros nervios se gastaron para siempre ante el espanto. Porque ante todo fuimos testigos y actores, héroes y espectadores de una de las mayores catástrofes que hayan azotado ciudad alguna más confiada y desprevenida.
Pero cuando tú mozo que apenas comienzas la vida, al fin de tus años ante los ojos atónitos de generaciones fútiles evoques el fatídico recuerdo, tomará de nuevo vida palpitante y terrible aquella desmelenada tragedia de cabellera de llamas que pasó sobre nosotros fulgurante, barriendo hasta los últimos escombros de todo nuestro pasado. Y a los oídos pueriles enseñaras la Oración Sobre el Incendio: -Mis ojos mortales vieron el incendio-.
La villa dormía silenciosa y apacible bajo el candor de una luna de plata. El viejo reloj de la iglesia iba dejando caer lentamente las horas cristalinas. Los tardos pasos del transeúnte retrasado resonaban contra los muros de secas maderas antiguas, sonoras como una vieja guitarra. Apenas sí en el silencio se escuchaba la frase cotidiana de un piano inexperto, cargado de tedio provincial y el ladrido de los perros insomnes en el suburbio argentado de luna.
De repente, salta sobre los tejados el grito de nuestra campana, la nuestra, la de nuestra infancia y de nuestra juventud, la más sonora y cristalina que azotó nunca los cielos abiertos. ¡Fuego! Grita nuestra campana sobre lo alto de su torre. Y tras de ceñir con mano temblorosa el sumario vestido nocturno, a la calle somnolienta. Dos sombras corren desaladas dando gritos: ¡Incendio! ¡Incendio! ya son diez, veinte, cuarenta. Un pequeño grupo se agita en la esquina trágica, ya por las ventanas asoman las lenguas azules y viperinas de la llama. Agua, poca: bombas, ninguna; herramientas... Nada, nada...; y el grupo espasmódico se queda por un momento hebetado de pavor, mudo y estático ante lo irremediable. ¡la ciudad estaba herida en el corazón! Lo que todos pensaban, lo que todos temían.
Fue un segundo de estupor, y saltó enseguida el ancestral instinto de la batalla, y la multitud se lanzó por las puertas abiertas. Ya el fuego hervía como un horno en el vientre del viejo caserón, palenque en otro tiempo de la belleza y del ensueño. Los armarios se derrumbaban cargados de cristalería, los cielos se hundían con estrépito, y llamas fugaces de puntas azules como puñales buídos se insinuaban en el corazón de las paredes polvorientas. Un acre olor de humo y polvo y drogas sin nombre llenaban el ambiente de la vieja farmacia. Algo se derrumbó con estrépito en el oscuro patio y en el tumulto que se agitaba en la penumbra, apedreando la llama con cuánto hallaba, la voz traidora del miedo murmuró: hay gasolina, hay dinamita, hay cápsulas... Y el tumulto retrocedió a la calle, a la esquina nefanda. Entre tanto, de todos los extremos acudían las gentes aterradas: eran centenares, eran millares. Manos robustas rompieron las puertas de los almacenes de ferretería y en una instante todas las armas de ataque y de defensa, todas las herramientas de trabajo, las más inverosímiles y las más incongruas, brillaron en las manos de los batalladores.
Los cuatro pisos del Escorial eran ya un horno bramador y la llama apenas oculta, detrás de los paredones ponía toques rojizos en los rostros sudorosos y angustiados. Una llama sutil cruzó la calle por el mismo alambre que lleva la luz y el trabajo, hasta el alero resquebrajado y humeante de la casa vecina y pronto la roja vegetación empenachó el viejo maderamen. En pocos instantes los techos fueron un enorme penacho que regala el incendio en chispas infinitas y los paredones sobre el horno voraz, y entonces las llamas lamieron las nubes. El incendio era ya un sol imposible de mirar. En una hora la lepra roja mordió y redujo a pavesas uno, dos, diez edificios. En un circulo, todavía estrecho los defensores de la ciudad batallaban sin descanso. En pocos instantes se cortaba un edificio del techo hasta los cimientos; pero en aquella batalla inacabable, la llama vencedora siempre, tomaba su desquite; unas veces hormigueaba rastrera por los sótanos oscuros, hasta que se agarraba con su tentáculo envolvente al muro combustible; otras se insinuaban en la cumbre del tejado, brillaban en un instante como estrellas impalpables, hasta que soltaban su caudal de chispas como cometa de destrucción.
En la plaza, iluminada por el lívido reflejo de los cielos alguien gritó: ¡cañones! El regimiento no tenía cañones, otro dijo ¡dinamita! dónde estaba la dinamita, nadie tenía la dinamita. Lágrimas de coraje corrían de ojos que nunca lloraron. Había ya comenzado la fuga del habitante indefenso. Los jefes de comercios abrían sus cajas con mano temblorosa y torpe, y a tientas buscaban libros, y documentos preciosos, dinero, guardaban todo aquello a montones en cajas desvencijadas, y apenas tenían tiempo de huir.
Por las calles adyacentes que la luz indirecta del incendio hacía más tenebrosas hormigueaba, tropezando y cayendo la multitud espesa que empujaba bultos cerrados de mercancías o llevaba sobre los hombros brazadas de géneros que se iban derramando y desaparecían bajo los pies fangosos de la multitud.
Roto el acueducto en muchas partes, corría por las calles inútil y saltante, manos apresuradas cavaban la tierra con instrumentos inverosímiles, creaban en pocos momentos un tanque de agua, y con mil vasijas, las más nobles y las más humildes, azotaban con agua aquella montaña de fuego, con un gesto tanto más heroico, cuanto más inútil.
Y aquel huir de las familias aterradas ¡de las casas salían racimos de mujeres y niños, apenas vestidos, muchos descalzos, cayendo y tropezando entre la sombra lívida¡ Buscaban amparo en las casas vecinas y una hora después tenían que huir a lugares más inaccesibles. Gentes angustiadas circulaban por entre la multitud espesa preguntando por seres queridos.
El tiempo estaba abolido. Nadie sabía la hora, Podían haber pasado siglos o momentos. El incendio era ya una inmensa llaga que ocupaba espacios inverosímiles. De lo alto de los tejados humeantes en donde luchaban los héroes, por aquel inmenso cráter, se veía agitarse, colgados de los aleros vertiginosas, las pequeñas siluetas de otros héroes anónimos que batallaban contra lo imposible, danzando entre las llamas. A veces el fuego socavaba los altos edificios; lamía los fundamentos, inundaba las bases y las columnas. Por un momento las grávidas estructuras tambaleaban como navíos arcaicos sobre el tempestuoso mar de fuego, se inclinaban lentamente y en horrísonos fracasos se hundían en el lago incandescente. Por un momento una columna de humo y chispas subía hasta las nubes y luego el oleaje de fuego cubría el naufragio irremediable.
Había comenzado el saqueo. Hasta entonces - a qué horas Dios mio- toda la ciudad en masa, ricos, y pobres, proletarios y banqueros, batallaban como hermanos. Cuantas manos encallecidas en la construcción de las soberbias fábricas eran las más expertas en la defensa, en la destrucción necesaria. Insignes labradores del nogal imperecedero, artistas del cedro perfumado que lo pulieron en sabios artesanados, los forjadores del hierro sonoro, los que cavaron la tierra y amasaron el barro y soldaron el zinc, todos estaban en la briega inmisericorde. Ardía la obra de sus propias manos.
Los grupos defensores de la ciudad se hacían cada vez más escasos con el alargamiento del frente de batalla y anónimamente estalló la primera carga de dinamita. Era una pequeña cápsula de gelatina empotrada en un grueso muro de mampostería; la casa tembló pero quedó en pié. El heroico remedio consistía en crear una ancha zona de escombros en torno del fuego enemigo. una trinchera nivelada en donde pudiera el hombre luchar siquiera cara a cara con el adversario. Se ensayó una libra de la gelatina fulminante y los edificios apenas se doblaron sobre sus cimientos.
Hubo un sobresalto de energía para defender la Catedral y la Casa Municipal. el monumento de la fe y la sede de nuestra ciudad. Fue una lucha titánica y colérica. Ardían los edificios fronterizos y una muralla humana cubría materialmente los sagrados muros, tostados, lamidos por el calor radiante, y una tromba de agua lanzada a brazo los cubría incesantemente, humeaba un friso demasiado recalentado, a punto de entrar en combustión y un chorro de agua refrescaba el friso febricitante, tal mano filial que unge la frente de la madre moribunda. Fueron horas de angustia sin nombre en que la ciudad se batió y triunfó al pie de dos símbolos inmarcesibles. A media noche mientras ardía su propio hogar el Pastor había retirado su Majestad. Fue una escena de grandeza sobrehumana. Alumbrado por los reflejos cárdenos del incendio, con los ojos llenos de lágrimas, como un patriarca en el circo, bendijo su ciudad martirizada. Piadosas mujeres recogieron los objetos sagrados y de la Casa Municipal, manos solicitas llevaron a lugar seguro el archivo de nuestra vida común; los pesados mamotretos, los sagrados papeles de prosa inexperta y enérgica, que firmaron nuestros abuelos con sus manos encallecidas por el trabajo.
Después... El sopor del incendio. Una ciudad que arde, que arde resignada a morir. En los suburbios están amontonados los despojos informes y las gentes desoladas buscan morosas lo que fue suyo. Muy lejos humea el fuego todavía vivo e incansable. La plebe duerme de embriaguez y de cansancio. Y unos cuántos grupos de próceres, últimos defensores de la ciudadela hacia el poniente, parecen sombras infernales. Negros de lodo, polvo y humo, desolladas las manos pesadas, hambrientos y sedientos, exánimes, roncos, congestionados y con los ojos cárdenos, trabajan como sonámbulos, destrozados por el cansancio y la fiebre de la acción, tras veinte horas de lucha implacable. Era el fin. La ciudad había muerto y nunca más se levantaría de sus ruinas. Fragmentos del Texto escrito por Aquilino Villegas.
Este cuadro de destrucción sucedió hace años, cuando los medios para confinar incendios eran nulos y las manos para combatir devastadores fuegos eran inexpertas. Parece mentira que hoy, con la cada vez mayor capacitación de hombres y mujeres, muchos lugares de Colombia estén expuestos a los sinsabores que, a su paso, suele dejar un voraz incendio. Preguntémonos: ¿Nuestro municipio o ciudad cuenta con un organismo bomberil bien equipado y trabaja en condiciones dignas para enfrentar lo impredecible?