... "CUANDO LA JUSTICIA ADOPTA EL LENGUAJE DEL ESPECTÁCULO Y DEL MENSAJE POLÍTICO, SE EROSIONA LA CONFIANZA EN EL ESTADO DE DERECHO"...
Por: Martin Eduardo Botero, Jurista.
Leí las 1114 páginas de la sentencia contra Álvaro Uribe: mis conclusiones como jurista
He terminado de leer las 1114 páginas de la sentencia que condena a Álvaro Uribe Vélez. No es una lectura ligera: es un documento cargado de historia, política, derecho y, sobre todo, de contradicciones que preocupan profundamente a quien ama el Estado de Derecho. La sentencia no solo construye un relato de culpabilidad, sino que lo blinda con un ropaje dogmático que, lejos de fortalecerla, revela fracturas graves para el Estado de Derecho.
Esta sentencia se desplaza del Estado de Derecho hacia un derecho penal de enemigo, donde la condición política del procesado y la necesidad de un mensaje social sustituyen la prueba directa y el juicio individualizado de culpabilidad. No hablo desde la emoción ni la política, sino desde el Derecho.
He terminado de leer las 1114 páginas de la sentencia que condena a Álvaro Uribe Vélez. No es una lectura ligera: es un documento cargado de historia, política, derecho y, sobre todo, de contradicciones que preocupan profundamente a quien ama el Estado de Derecho. La sentencia no solo construye un relato de culpabilidad, sino que lo blinda con un ropaje dogmático que, lejos de fortalecerla, revela fracturas graves para el Estado de Derecho.
Esta sentencia se desplaza del Estado de Derecho hacia un derecho penal de enemigo, donde la condición política del procesado y la necesidad de un mensaje social sustituyen la prueba directa y el juicio individualizado de culpabilidad. No hablo desde la emoción ni la política, sino desde el Derecho.
Más allá de sus 1.114 páginas, la sentencia transmite un enfoque que desborda la dogmática penal garantista y se acerca peligrosamente a los postulados de Günther Jakobs y su “Feindstrafrecht” o Derecho Penal del Enemigo. Esta corriente, que distingue entre ciudadanos (titulares de todas las garantías) y enemigos (sujetos que pueden ser tratados como peligros y no como personas de derecho), permite:
1. Anticipar la punición mucho antes de la materialización del peligro concreto.
2. Relajar o suprimir garantías procesales, pues el acusado es tratado más como un “riesgo” que como un ciudadano.
3. Justificar medidas ejemplarizantes o simbólicas que buscan enviar mensajes sociales más que aplicar Derecho estricto.
En la sentencia, estas ideas se reflejan en:
- Lenguaje de estigmatización (“quebrantar la vena de la justicia”, “manchar el tapiz blanco institucional”) que transforma la motivación jurídica en narrativa política-moral.
- Privación inmediata de la libertad como mensaje ejemplarizante, pese a cumplir con requisitos para la prisión domiciliaria, priorizando disuasión social sobre garantías individuales.
- Confusión entre dolo penal y enemistad política, donde el proceso parece castigar al “enemigo institucional” más que a un ciudadano sujeto de derechos.
Este enfoque viola los estándares de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículos 8 y 9 CADH) y abre la puerta a una impugnación internacional, porque ningún Estado puede convertir el proceso penal en un instrumento de neutralización política, sin quebrar la esencia misma del Estado de Derecho.
En síntesis, el fallo parece escrito tanto para condenar jurídicamente como para enviar un mensaje político y social. Ello lo hace vulnerable en instancias superiores y, de persistir sus efectos sin corrección, susceptible de revisión internacional ante el sistema interamericano. No se trata de discutir la política, sino de recordar que las sentencias deben hablar el lenguaje del Derecho, no el de la narrativa. Como jurista, mi deber es advertirlo: cuando la justicia adopta el tono del espectáculo, el Estado de Derecho se resquebraja.
La jueza inicia su argumentación magnificando la afectación institucional:
• La justicia es presentada como la “vena principal de la sociedad”,
• Se apela al impacto simbólico del caso para justificar la condena,
• Y se cita a John Rawls: “La justicia no es solo un derecho, es una responsabilidad compartida”.
El mensaje subyacente es claro: el juicio excede al acusado y busca preservar la fe pública en el sistema judicial. Pero esta magnificación no sustituye la prueba concreta de cómo los actos del procesado comprometieron efectivamente la imparcialidad judicial.
- La dogmática citada no conecta con los hechos
El mensaje subyacente es claro: el juicio excede al acusado y busca preservar la fe pública en el sistema judicial. Pero esta magnificación no sustituye la prueba concreta de cómo los actos del procesado comprometieron efectivamente la imparcialidad judicial.
- La dogmática citada no conecta con los hechos
Para legitimar el bien jurídico protegido, la jueza cita a Carrara, Roxin y Wilenmann:
Carrara: la justicia pública es “fundamento de toda autoridad social”.
Roxin: el proceso penal debe transcurrir sin interferencias que comprometan su objetividad.
Wilenmann: la administración de justicia es un bien jurídico institucional, condición de posibilidad de la libertad.
Sin embargo, la dogmática queda en el aire:
-Se describe un bien jurídico abstracto, sin demostrar cómo los actos de Uribe lo afectaron de manera real y mensurable.
-La sentencia presume la afectación institucional, en lugar de probarla con evidencias de que la Corte Suprema fue inducida al error o que se comprometió la imparcialidad del proceso.
Este salto lógico es vulnerable ante cualquier revisión internacional, pues la Convención Americana exige que la responsabilidad penal no se funde en presunciones, sino en prueba más allá de toda duda razonable(art. 8.2 CADH).
Quiero compartir con ustedes mis conclusiones más relevantes, no solo como abogado, sino como ciudadano que cree que la justicia debe ser seria, imparcial y transparente.
Primera conclusión: la sentencia está atravesada por un tono moralizante y politizado.
Más allá de los apartados técnicos sobre tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad, el fallo insiste en un relato donde el acusado es presentado como un símbolo negativo, apelando a expresiones literarias como “manchar el tapiz blanco de la justicia” o “quebrar la vena principal de la sociedad”.
Este tipo de redacción, impropia de un fallo de primera instancia, contamina la motivación jurídica con un enfoque ejemplarizante, ajeno al principio de imparcialidad judicial. Estas frases proyectan la idea de una justicia que se dirige a la opinión pública antes que al expediente, comprometiendo la apariencia de imparcialidad exigida por el artículo 8 de la CADH.
Segunda conclusión: existen incoherencias dogmáticas y procesales. La sentencia reconoce la concesión de prisión domiciliaria, pero ordena la ejecución inmediata de la pena antes de que la condena quede en firme, justificándolo en razones de “efecto social” y “confianza ciudadana”. Esta contradicción vulnera el principio de presunción de inocencia reforzada reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Asimismo, se observan problemas de dosificación punitiva y de interpretación de las agravantes genéricas, que abren la puerta a recursos internos y a la revisión internacional. Este enfoque traslada la decisión penal al terreno de la opinión pública, vulnerando el estándar de la presunción de inocencia reforzada y la excepcionalidad de la detención anticipada, según la Corte IDH en López Mendoza vs. Venezuela.
Tercera conclusión: se advierte un patrón de vulneraciones al debido proceso y a estándares convencionales. La sentencia prioriza la narrativa política sobre el análisis jurídico estricto. Al fundamentar la privación inmediata de la libertad en la necesidad de dar “un mensaje ejemplarizante”, la decisión se desplaza del terreno legal hacia el simbólico, afectando derechos convencionales como la libertad personal (Art. 7 CADH) y los derechos políticos (Art. 23 CADH), en línea con precedentes de la Corte IDH como López Mendoza vs. Venezuela.
Cuarta conclusión: La decisión oscila entre presentar al acusado como determinador indirecto y, al mismo tiempo, insinuar que ejercía control sobre toda la operación. Esta inestabilidad conceptual compromete la claridad de la imputación, pues la dogmática penal exige definir si se trata de coautoría funcional o determinación, sin mezclar categorías para agravar la pena.
El fallo aplica agravantes por coparticipación criminal que ya estaban implícitas en la calidad de determinador, y multiplica las penas por concursos homogéneos y heterogéneos de manera que roza la doble valoración de un mismo hecho, vulnerando el principio de proporcionalidad penal y el artículo 29 de la Constitución. El fallo dedica extensas páginas a una narrativa política y moral, mientras ofrece motivaciones técnicas fragmentarias en materia de tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. La dispersión argumentativa dificulta identificar con precisión cómo cada prueba sustenta cada conclusión jurídica, exponiendo la decisión a impugnación por falta de motivación suficiente.
Quinta conclusión: La sentencia convierte el proceso penal en un escenario de escarmiento político, poniendo en entredicho la neutralidad del sistema judicial colombiano. Esta forma de juzgamiento, si no es corregida en instancias superiores, puede activar responsabilidad internacional del Estado ante la CIDH, especialmente por violaciones a la libertad personal, derechos políticos y debido proceso.
No se trata de cuestionar el control judicial ni la exigencia de responsabilidad penal. Se trata de advertir que cuando la justicia adopta el lenguaje del espectáculo y del mensaje político, se erosiona la confianza en el Estado de Derecho.
Esta sentencia deja en evidencia debilidades técnicas, excesos retóricos y riesgos convencionales que merecen atención seria, no solo por los abogados del caso, sino por todo el sistema judicial colombiano.
En palabras de Rawls, la justicia es un compromiso compartido que no puede sostenerse si el Estado mismo vulnera sus propias reglas. Amen
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