domingo, 31 de octubre de 2021

EPIDEMIAS, DESASTRES NATURALES, GUERRAS Y HAMBRUNAS PADECE EL MUNDO. ANTE ESTOS DUROS ACONTECIMIENTOS PLANETARIOS, DESTACAMOS LA VIDA DE DOCE HOMBRES QUE NOS ENSEÑARON QUE, EN MEDIO DE LAS AFLICCIONES, DEBEMOS CONVERTIRNOS EN SEMBRADORES DE AMOR, SERVICIO Y PAZ


LOS APÓSTOLES DEL AMOR QUE MARCARON LA VIDA DE MUCHOS

 

San Francisco de Asís, Patrono de la Ecología

Mujeres y hombres de todos los tiempos, cuando llegaron a conocer la apasionante y valiente vida de doce anónimos hombres, decidieron emularlos saliendose de los cánones establecidos por las sociedades reinantes de su época para, como los reconocidos Santos Apóstoles, seguir, sin titubeos, las huellas de quién conseguiría con sus sabias predicas y extraordinarios milagros transformar profundamente las conciencias humanas, haciendo del amor y del servicio su máximo legado en la Tierra.  

Desde entonces miles de almas, desconocidas, pero atraídas por el mensaje del Nazareno, abrazaron el sacrificio liberador de la Cruz, entregando sus vidas en el servicio y el amor incondicional a su prójimo.  

Y, hoy, un sinnúmero de personas se sienten dispuestas, desde sus humildes o destacadas posiciones a dejarse transformar positivamente, quitando de lado todo aquello que contradice el acto más sublime de amor, por el cual un sólo hombre dio la vida por liberar a la humanidad en el madero de la Cruz.

Es verdad que creemos es imposible  llegar a ser como estos hombres, únicos en la historia de la humanidad, pero cuando miramos lo simple  y anónimo de sus vidas, esta realidad nos motiva a continuar comunicando con nuestro testimonio lo que Jesucristo ganó para todos en el ara de la Cruz, nuestra redención.

Eso lo reconocieron los doce Apóstoles,  quienes después de la Resurrección y Ascensión a los Cielos del Mesías fueron transformados por el fuego del Espíritu, que los condujo a hablar al mundo de cómo ganarse el Reino Eterno, cambiando sus existencias de hombres viejos a hombres nuevos en Dios.

 Los Santos Apóstoles, precisamente, no brillaron por ser los más famosos de su época, o por ocupar cargos altos en la vida pública, o por poseer onerosas riquezas materiales. Al contrario, lo que los inmortalizó, seduciendo los corazones de sucesivas generaciones, fue necesariamente su perfil de vida sencillo, carente de superficialidades, con marcadas fragilidades y grandes fallas humanas. Y, un buen día, antes de emprender su infatigable misión de enamorar a muchas almas hacia el camino espiritual, llevándolas por completo a cambiar sus existencias, fueron atraídos por la figura de un extraordinario hombre, a quien ellos llamaban Maestro Jesús, porque con su estilo único y diferente de vida e iluminadas predicaciones, les cambiaría para siempre el rumbo de su peregrinar en la tierra.

Hombres que dejaron  hondo e imborrable recuerdo  en multitud de personas que, con el devenir de los siglos, han sido atraídas por sus singulares personalidades. Porque, al igual que la Madre de toda la humanidad, María, le dijeron sí a aquel Ser enigmático y especial, su Hijo Jesús, aceptando, en medio de sus triviales circunstancias, subirse con Él a la aventurada embarcación que los llevaría a un viaje interminable y gozoso, con  innumerables tempestades, al tiempo que halagüeñas conquistas espirituales.

Porque los hizo “pescadores” de hombres. Un trabajo que no les significaría andar por un camino de rosas. De ninguna manera. Habrían de pisar punzantes espinas para, por fin, conseguir que otros siguieron sus pasos. Los pasos de Dios.

A partir de ese momento hombres y mujeres, con ocupaciones diversas, dijeron también sí y continuaron los pasos de estos hombres, los mismos pasos de Dios.

EXTERMINIO DE LA VIDA


Un grupo de bomberos trabaja en la localidad El Paraíso tras la erupción volcánica en Cumbre Vieja, La Palma. Foto Samuel Sánchez, El País, España.- 

Hoy, pese a las difíciles circunstancias presentes en nuestro planeta, con un incremento inusitado del mal, del exterminio de la vida, de epidemias inexplicables, de enfrentamientos bélicos sin término, además de hambrunas, enormes migraciones e increíbles manifestaciones naturales destructivas –geo amenazas- entre inundaciones, sismos, incendios forestales, el despertar de colosos volcanes – Japón, Hawai y  Cumbre Vieja isla de La Palma, Islas Canarias, España. Este último que deja, sin piedad, a miles sin techo, estallan, al tiempo, corazones que, henchidos de buenos actos, replican, una y otra vez, la historia de los primeros apóstoles, siendo los discípulos modernos que, con sus testimonios de vida, reflejan las enseñanzas evangélicas, salvando vidas, aun exponiendo las propias, que, a punto de caer en la fosa mortal de la indiferencia, el abandono, la muerte, son rescatadas a tiempo, abandonando, asimismo, caminos equivocados signados por el descreimiento y la descristianización.

A esos hombres, Apóstoles del amor, quiénes marcaron la diferencia y  que un día cualquiera se apartaron de los malos caminos, pese a las tribulaciones que los acompañaban, como las águilas alzaron el vuelo para alcanzar las alturas lejanas de la espiritualidad, siendo con sus vidas y obras, testigos valerosos y anunciadores de la Palabra de Dios que jamás muere. A ellos y a los que han decidido o están decidiendo hacer lo mismo, los invitamos a leer este texto en homenaje a los doce hombres que cambiaron el mundo.

 

DOCE HOMBRES CONTRA EL MUNDO

 


Los hombres de ciencia nos enseñan que todo efecto es necesariamente resultado de una causa suficiente. Ahora bien, ¿habrá algo menos sobrenatural que la historia de la Cruz y del sepulcro vacío para explicarnos los  estupendos efectos de que fue causa?

Es un hecho indiscutible que hace cerca de 2000 años llegó Jesús a Palestina. Sus amigos le amaron; era para ellos un profeta, acaso un futuro rey. Sus enemigos lo tacharon de fanático y de perturbador. Su vida fue la expresión perfecta del amor que se manifiesta en obras amorosamente encaminadas a servir por igual a pobres y ricos. Su ternura cautivó el corazón de los niños y de los humildes. Su filosofía de la vida llamó la atención de los sabios y de los mejores. Pero su valeroso radicalismo encolerizó a los celosos partidarios de lo existente… Y esos acabaron crucificándolo.

Hubiera podido evitar tan espantosa muerte. Pudo no haber ido a Jerusalén. Aun estando allí, el gran número de amigos que tenía en la ciudad le hubiese permitido escapar de sus enemigos. Pudo transigir. Pero con firme resolución marchó a Jerusalén, aunque le advirtieron lo que allí le esperaba. Una vez llegado soportó con serena constancia cuanto el odio y la envidia, y la frustrada ambición hicieron para herirle en lo más vivo. Ni un solo reproche asomó a sus labios ante el beso del traidor y el abandono en que lo dejaron hasta sus discípulos más amados.

La hiriente burla de los sacerdotes, la insolencia de Herodes, la cobardía criminal de Pilatos, la befa del populacho, la brutalidad de la soldadesca: todo lo sobrellevó sin el más leve movimiento de rencor.

“¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!” Con esta súplica respondía a las torturas de los que se ensañaban en su cuerpo y en su espíritu. A la deshecha tempestad del odio y la malicia opuso la triunfante serenidad del ánimo. Con lo supremo de su sacrificio hizo patente la realidad del infinito amor.

Lo sepultaron y dijeron: “¡Todo ha concluido!” Sus enemigos lo decían gozosos. Sus amigos afligidos y desesperanzados. Habían soñado con un reino en el cual Jesucristo sería el rey, y ellos sus auxiliares y ministros. Ahora se lamentaban, diciendo: “¡Nosotros esperábamos que él fuera quien iba a redimir a Israel!” Pero todo había terminado. Y huyeron a ocultarse en lugares apartados de la ciudad hasta que cesara la tormenta.

No han llegado a nosotros relatos de testigos oculares de lo ocurrido en aquella hora infausta, la más negra de la derrota y la desesperanza. Los relatos de quienes se hallaban en lugares cercanos al de los acontecimientos son emocionales e incoherentes. Pero es lo cierto que en las horas mediantes de la puesta del Sol de aquel sábado de los judíos al amanecer del otro día aconteció algo grande. No seré yo quien se atreva a describirlo; menos aún a explicarlo.

Verdad es que tampoco me hubiese atrevido, hace unos años, a asegurar que había visto un hombre que, en un aparato metálico, iba volando por entre las nubes. En la actualidad acogeríamos con una sonrisa compasiva cualquiera expresión de asombro ante lo que hoy es común y corriente. Y, sin embargo, no faltan hoy quienes, al referirse a lo que aconteció en Jerusalén, exclaman: “¡Absurdo!” “¡Imposible!”

Según podrá entenderse, no estoy hablando de milagros en cuanto estos signifiquen una desviación o suspensión del orden natural que conocemos. Estoy pensando en un orden más alto, en un orden en que actúan fuerzas vitales cuya existencia reconocen los científicos aun cuando nunca hayan podido medirlas ni someterlas al dominio del hombre. Pienso primera y principalmente en la virtud invencible del amor que, compadecido de la mortal angustia que ofuscaba a aquellos hombres y del dolor que traspasaba el corazón de aquellas mujeres, se resiste a alejarse de ellos sin haberlos consolado y fortalecido con su presencia. Y al pensar en esto, no dejo de maravillarme…

Porque es cierto que en aquella mañana de un domingo de pascua florida fueron grandes la conmoción y el tumulto. Corre la gente de aquí para allá; tan pronto forma grupos como se dispersa; llena el aire con un rumo de comentarios, de risas, de gritos, de sollozos. Habla la gente de que se han visto apariciones; dicen que del cielo han bajado ángeles. Crece la agitación de los ánimos a pesar de cuanto hacen sacerdotes y autoridades para calmarla. La inquietud va creciendo día por día.

Entonces sobreviene el hecho asombroso. Los acobardados, los desilusionados  discípulos se han convertido de pronto en héroes a quiénes nada arredra ni obstáculo alguno hace retroceder. El miedo los hizo abandonar a Jesucristo cuando el vivía. Ahora no temen enfrentarse a la muchedumbre; van a ella con la increíble afirmación de que Jesucristo vive; de que ha vuelto de entre los muertos. Algo alienta ahora en esos hombres.

El valor con el que hablan y la impresión que causan en la multitud que los escucha se explican únicamente por lo profundo del conocimiento que los anima. Están fiando la vida, la suerte, el honor, a la veracidad del hecho increíble que relatan. Los persiguen y los encarcelan. Ven ante sí la decapitación, o la crucifixión, o la hoguera en la que arderán vivos. Pero nada hace flaquear la fe con que sostienen la verdad de lo acontecido en la mañana de aquel domingo de pascua florida y en los días siguientes a ella.

En el transcurso de sesenta años estremecen de linde a linde al Imperio Romano las repercusiones que causa en el paganismo la nueva creencia… ¡Cuyo fundamento es la fe en la historia de la Resurrección! ¡Doce hombres contra el mundo! Doce hombres sin bienes de fortuna, sin estudios, sin apoyo oficial…

Y sin embargo, lo atestiguado por ellos da principio a lo que un erudito contemporáneo considera “el máximo brote de energía moral y espiritual que ha visto el mundo”.

Al renovar una vez más mi profesión de fe, alienta en mí la creencia de la Energía Creadora que llena el Universo y está inmanente en el más menudo de los insectos y en la más distante de las estrellas. En algún punto situado entre la pequeñez del insecto y la enormidad de la estrella, estoy yo a merced de la omnipresente Energía Creadora.

¿Verdad que es sencilla y humilde mi fe? Pero es la fe que dulcifica lo amargo de la vida; que pone un destello de amor y valentía en la diaria faena; que presta sus alas al alma. (Por Isabelle Horton, “The Christian Advocate”.)


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